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Cuando la mente habla el lenguaje de la no dualidad


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Hay algo profundamente irónico en el camino espiritual: cuanto más nos acercamos a la verdad, mejor aprende la mente a disfrazarse de ella.

Lee las palabras de los sabios, las entiende intelectualmente, las repite con brillo… y las usa para construir un ego más sofisticado, más seductor, más “espiritual”.

Pretende haberse disuelto, pero en realidad solo se ha refinado.


Por eso hay hoy tanta confusión alrededor de la no dualidad: porque al ego le encanta hablar en nombre del silencio.

Cita las frases más puras, pero para evitar vivirlas.

Dice: “Todo es ilusión”, pero sigue juzgando.

Dice: “No hay nada que hacer”, pero sigue esforzándose por entender.

Dice: “Todo es perfecto”, pero lo usa para negar su dolor.


Y, sin embargo, la no dualidad no niega nada.

No rechaza el sueño; lo transfigura.

Nos enseña a ver el mundo tal como es: una pantalla cambiante donde se proyectan nuestras creencias, hasta que la luz que las ilumina es reconocida como nuestra única realidad.




« Todo es ilusión »


Quizás la frase más famosa y, a la vez, más malinterpretada.

La mente se aferra a ella para desconectarse del mundo: “Todo es ilusión, así que nada importa.”

Pero el espíritu despierto escucha otra cosa:


“Todo es ilusión, por lo tanto nada tiene el poder de quitarme la paz.”

Decir que todo es ilusión no significa que nada tenga valor, sino que el valor no está en la forma.

No se trata de despreciar el sueño, sino de reconocer que no tiene una causa separada.

El mundo no es un error que evitar, sino un símbolo que reinterpretar.


Cuando se comprende esto, uno deja de alejarse fríamente de la vida.

Comienza a mirarla con ternura, a escuchar lo que revela, a sonreír a través de sus sombras.

Solo atravesando la ilusión con amor, esta se disuelve.




« El otro no existe »


Esta idea sorprende, porque parece negar los vínculos, los rostros y las historias.

Pero no dice: “No me importan los demás.”

Dice:


“El otro nunca estuvo separado de mí.”

No borra la relación; revela su esencia.

El otro que percibo no es un ser independiente, sino el espejo viviente de mi propia percepción.

A través de él recuerdo o me olvido.

Al juzgarlo, me condeno; al perdonarlo, me libero.


La mente escucha: “El otro no existe, así que no tengo que sentir nada.”

Pero la verdad es lo contrario: cuanto más reconozco que el otro no está separado, más profundamente siento, porque el amor ya no conoce fronteras.

El otro no existe como entidad autónoma, pero sí como símbolo sagrado, la oportunidad de ver más allá del miedo.




« No hay nada que hacer »


Una trampa sutil.

A la mente le encanta esta idea: le da la ilusión de haber llegado.

Pero mientras haya resistencia, mientras haya identificación con la carencia, aún hay algo que deshacer.

No en el mundo, sino en la mente.


“No hay nada que hacer” no significa “quédate inmóvil y medita en el sofá”.

Significa:


“Deja de fabricar; permite que la vida actúe a través de ti.”

Es una no-acción viva y serena.

No nace de la pereza, sino de la confianza.

No evita el movimiento; se entrega a él.

El mundo puede seguir girando, las palabras pueden seguir fluyendo, pero el autor ha desaparecido.

Solo queda un fluir tranquilo, donde todo sucede sin esfuerzo porque ya no hay un “yo” que haga.




« Todo es perfecto tal como es »


Muchos usan esta frase para cerrar el corazón.

“Todo es perfecto”, dicen, cuando no quieren mirar el dolor.

Pero la verdadera perfección no se opone al sufrimiento: lo incluye.


Todo es perfecto no porque todo sea agradable, sino porque todo sirve al retorno de la paz.

Cada instante, cada encuentro, cada resistencia contiene la semilla del despertar.

El amor no ve perfección en la forma, sino en el propósito.


Cuando esta visión surge, ya no hay que forzar la positividad: uno se inclina.

Hasta la tristeza se vuelve oración, la ira un llamado a recordar.

Y en el centro del caos, un hilo invisible de dulzura sigue uniéndolo todo.




« Yo creo mi realidad »


En el sueño espiritual moderno, esta frase reina.

Pero el yo personal no crea nada: imagina.

Proyecta sus creencias, pinta sus miedos en el escenario y llama a eso “crear”.

La verdadera creación no pertenece a este nivel.


Creer que “yo creo mi realidad” dentro del sueño es solo reforzar la creencia en el personaje.

La única creación auténtica es silenciosa, sin forma, intemporal: la alegría misma de Ser.


Lo único que puedo elegir es cómo veo el mundo: con miedo o con amor.

Y de esa elección surge todo lo demás.

No creo la realidad: hago transparente mi mirada ante ella.




« Solo existe el momento presente »


El momento presente no es un segundo robado al tiempo: es la eternidad deslizándose a través de él.

La mente lo convierte en técnica, en ejercicio de atención.

Pero el ahora no se alcanza: es lo que queda cuando el tiempo se desvanece.


En ese espacio, pasado y futuro se disuelven.

No es un refugio para huir de la memoria, sino el lugar donde puede verse sin dolor.

El presente no es un momento que vivir, sino una mirada que ofrecer.

Aquí, y solo aquí, todo puede elegirse de nuevo: miedo o paz.

Y en esa elección silenciosa, se reescribe todo el destino del mundo.




« El despertar es aceptarlo todo »


Un malentendido común: se confunde la aceptación espiritual con la pasividad.

Pero aceptar no significa permitirlo todo: significa no resistir interiormente.


Podemos decir “no” en la forma y seguir en paz.

Podemos irnos, poner límites, hablar con verdad, sin ira ni necesidad de castigar.

La aceptación no se mide por lo que soportamos, sino por la presencia con la que atravesamos lo que es.


Quien acepta de verdad no es aplastado por la vida: se funde con ella.

Y esa fusión no lo hace inerte, sino lúcido.




« No hay bien ni mal »


No es una invitación al cinismo, sino un recordatorio de unidad.

El bien y el mal pertenecen al sueño, útiles por un tiempo, pero inexistentes en la luz.

Dividen lo que no puede dividirse.


No juzgar no es no discernir.

El discernimiento ve lo que está alineado o no, sin miedo ni vergüenza.

El amor no aparta la mirada de la sombra: la ve con claridad, pero sin condena.

Donde el juicio separa, el discernimiento sana.




« Yo soy todo »


Una de las verdades más bellas… y la más peligrosa para el ego.

Porque la mente la distorsiona enseguida: “Yo soy todo” se convierte en “mi ego es Dios”.

Y así el ego se corona con un halo.


Pero el “Yo soy” del que hablan los sabios no tiene nada que ver con una persona.

Es la conciencia pura antes de toda identidad.

No significa “yo poseo todo”, sino que nada queda fuera.

El “yo” se disuelve en su fuente.

Y lo que queda es un silencio vasto, sin centro ni bordes.




« El mundo no existe »


Quizás la frase más radical de todas.

Pero no es nihilismo.

Decir que el mundo no existe no significa rechazarlo o ignorarlo: significa que no tiene poder.

No existe por sí mismo; depende de la mirada que lo percibe.


El mundo es un sueño compartido, un escenario simbólico, un gran teatro del recuerdo.

Negarlo sería negar el espacio donde puede tener lugar el reconocimiento.

Mirarlo con amor es quitarle todo miedo.

Y solo entonces puede desvanecerse suavemente, como la niebla al amanecer.




El giro silencioso


Todas estas frases son verdaderas, pero solo cuando ya no sirven a nadie.

La verdad no necesita defensa.

Se revela en el corazón tranquilo, en el instante en que dejamos de querer tener razón.


La mente habla de no dualidad; el corazón la vive.

Y esa vivencia no es una idea: es la disolución de todas las ideas.

Es la mirada regresando a su fuente.

Allí no hay maestro ni discípulo, ni bien ni mal, ni avance ni error.

Solo hay amor reconociéndose a sí mismo.


Y el mundo, de pronto, vuelve a ser lo que nunca dejó de ser:

una luz jugando a esconderse en la forma,

hasta que la reconoces como tú.



Cuando dejo de juzgar lo que veo, el mundo vuelve a ser suave.

Nada ha cambiado, salvo la mirada.

Y en esa mirada, todo se une.

Y en esa mirada,

el amor es.


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